Criminal Geographic
Buscar justificaciones e incriminaciones para cualquier tragedia es una respuesta habitual, muy humana, de carácter autoprotector. En el caso de los delitos graves, esta tendencia se ve reforzada por la inseguridad social que generan estos comportamientos. Es muy común atribuir responsabilidades a la propia víctima, ya sea por imprudencia (“¿qué hacía por allí a esas horas?, “tendría que haberse dado cuenta”) o por culpa (“iba provocando”, “se lo había buscado”, “fue un ajuste de cuentas”). En el caso de los menores, es tal el nivel de indefensión e indignación que genera cualquier crimen cometido contra ellos, que las respuestas sociales estallan buscando una vía de escape. Dado que resulta antinatural responsabilizar a la víctima, la tendencia nos lleva a criminalizar a los padres (“¿qué hacía la niña en la calle a esas horas?”), o lo que es más habitual, responsabilizar a la autoridad, es decir, al Estado y su supuesta incapacidad para protegernos (“algo había que hacer para evitarlo”, las leyes no son suficientemente duras, hay que reformarlas”, “más policía y mano dura”). Respuestas humanas, lógicas, pero de consecuencias gravísimas cuando son utilizadas por los políticos para darse un baño de populismo demagógico.
Los dramáticos sucesos acaecidos en las últimas fechas, en los que víctimas y agresores son menores de edad, han reabierto un debate público respecto a la posible reforma de la legislación sobre menores y el endurecimiento de las sanciones; no hay soluciones sencillas, porque es comprensible la indignación de los padres y la necesidad de respuestas. Existe un axioma criminológico difícilmente asumible por la sociedad: es imposible erradicar el crimen en su totalidad. En el pasado, todas las normativas penales puramente represivas, basadas en criterios de autoritarismo penal y policial, no sólo no acababan con el delito sino que llevaron a crear un tipo de criminalidad mucho más lesiva y que generaba un grado de indefensión insoportable: la criminalidad de Estado. Dentro de los parámetros normales que requiere una sociedad democrática, el exceso de represión no viene acompañado por una disminución en las tasas de delincuencia, no mejora la prevención general, y ni siquiera sirve para saciar los deseos de justicia particulares.
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Buscar justificaciones e incriminaciones para cualquier tragedia es una respuesta habitual, muy humana, de carácter autoprotector. En el caso de los delitos graves, esta tendencia se ve reforzada por la inseguridad social que generan estos comportamientos. Es muy común atribuir responsabilidades a la propia víctima, ya sea por imprudencia (“¿qué hacía por allí a esas horas?, “tendría que haberse dado cuenta”) o por culpa (“iba provocando”, “se lo había buscado”, “fue un ajuste de cuentas”). En el caso de los menores, es tal el nivel de indefensión e indignación que genera cualquier crimen cometido contra ellos, que las respuestas sociales estallan buscando una vía de escape. Dado que resulta antinatural responsabilizar a la víctima, la tendencia nos lleva a criminalizar a los padres (“¿qué hacía la niña en la calle a esas horas?”), o lo que es más habitual, responsabilizar a la autoridad, es decir, al Estado y su supuesta incapacidad para protegernos (“algo había que hacer para evitarlo”, las leyes no son suficientemente duras, hay que reformarlas”, “más policía y mano dura”). Respuestas humanas, lógicas, pero de consecuencias gravísimas cuando son utilizadas por los políticos para darse un baño de populismo demagógico.
Los dramáticos sucesos acaecidos en las últimas fechas, en los que víctimas y agresores son menores de edad, han reabierto un debate público respecto a la posible reforma de la legislación sobre menores y el endurecimiento de las sanciones; no hay soluciones sencillas, porque es comprensible la indignación de los padres y la necesidad de respuestas. Existe un axioma criminológico difícilmente asumible por la sociedad: es imposible erradicar el crimen en su totalidad. En el pasado, todas las normativas penales puramente represivas, basadas en criterios de autoritarismo penal y policial, no sólo no acababan con el delito sino que llevaron a crear un tipo de criminalidad mucho más lesiva y que generaba un grado de indefensión insoportable: la criminalidad de Estado. Dentro de los parámetros normales que requiere una sociedad democrática, el exceso de represión no viene acompañado por una disminución en las tasas de delincuencia, no mejora la prevención general, y ni siquiera sirve para saciar los deseos de justicia particulares.
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